INOCENCIA: FLASH BACK
“ Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla”
Antonio Machado
RETORNO
Después de varios lustros inmerso en la marabunta de la vida, regresé. La brisa invernal besaba mi cara al penetrar en la casa. El crujido de mis pasos contrastaba con su silencio. Hueca, tras la muerte de mi madre, aún creía percibir avalanchas de risas y sollozos. Arrugué mi nariz ante el inconfundible olor de aspidistras y aureolas que, todavía, adornaban un pasillo abierto a gélidos dormitorios. Al apoyarme contra las desconchadas paredes, casi me confundí con los olores de la cocina de otros tiempos. Allí se entremezclaban cuentos, sabores y el chispear de una hoguera casi dormida. De golpe, acaricié el mundo del corral, donde violines de antiguas aves amortiguaron mi tristeza. Luego, mi olfato me lanzó hacia lejanas rosas, y en ese momento sentí el corazón de mi infancia perdida .
AÑORANZAS
No podía concebirlo. Aquello supuso el final de un sueño: el de mi infancia.
Era muy niña cuando vi cómo el sol de una baranda se deshacía en mi retina, mientras mi boca saboreaba el queso duro del terrazo. Todo era inmenso, hasta la música de los periquitos del patio. Un palacio encantado me acunaba a través de peldaños hacia una estancia sobria. En ella, el crujido de las sillas se mezclaba con el calor del picón junto a unas retahílas de ríos y tablas de multiplicar. Se punteaban letras y números en una sábana negra llamada pizarra. El suplicio comenzaba por la tarde: tela, aguja e hilo enredaban mis dedos. Entonces me acoplaba en la ventana para observar la destartalada casa de enfrente. Allí, fantasmas y monstruos intentaban asaltar el palacio de nuestras ninfas. Un día consiguieron extender su manto putrefacto. El brillo de nuestra mansión fue sustituido por inverosímiles cotilleos que condujeron a nuestras dos hadas a perder la vara mágica de la enseñanza, y a nosotros a embutirnos en el laberinto frío y oscuro de nuestra nueva escuela.
ANGÉLICA
El acento del arroyo trae murmullos; el de los rostros, el significado de un nombre o su antídoto. Angélica era el único caso donde convivían ambas opciones.
Sus ojos de amaneceres, unidos a la blancura de su piel y al sol de los rizos de su cabello, la convertían en una visión dulce. Tales atributos se oscurecían al moverse por nuestra isla sin asfalto.
Era nuestra infancia un soplo de sombras deshilachadas cuando ella, como un regalo del cielo, apareció. Cubrió la tristeza con la magia de los sueños, al paliar los fríos de nuestras vidas.
Su madre, una viuda aún bonita, perdonaba sus travesuras diciendo: “Vuela, pajarillo, mientras puedas”.
Al calor de estas palabras deambulábamos sin sobresaltos por nuestro reino. Por la tarde, tras salir del colegio, comenzaba el recorrido. Primero visitábamos el taller de Arácnida, cuya mirada se desvanecía entre nuestras idas y su costura. De allí hurtábamos alfileres y retales para construir un mundo donde poder escucharnos.
Luego, traspasábamos los gemidos del aire en el refugio del hada madrina, donde ella nos conseguía con su varita mágica tablas y puntas. Últimamente, sufría un maligno conjuro que la obligaba a zarandearnos con su escoba. El cambio se produjo cuando Angélica grabó en la frente de su nieto una brecha.
Más tarde nos dirigíamos a la cueva de nuestra esfinge. Allí, a escondidas, observábamos cómo una hembra dominaba a toda clase de hombres con su libertad.
El tiempo transcurría entre andanzas y juegos, lejos del triste hábito de las calles.
Un día, Angélica agudizó sus sentidos hacia la casona, lugar tenebroso y cerrado, razón por la cual siempre pasábamos de largo. Era tarde, una ventana abierta nos ofrecía objetos maravillosos. Angélica, al contemplarlos. murmuró:
“Las cosas están enojadas, algo malo debe de ocurrir. Los cuentos hablan de princesas cautivas por dragones. Nosotros, valientes soldados, las rescataremos”.
El sonido de su voz nos descolocó, el olor de aventura nos puso a sus órdenes. Desde entonces, acechábamos cualquier descuido de sus habitantes para introducirnos en el palacete. Un domingo, al dirigirnos a misa, descubrimos una abertura. Olvidamos nuestros deberes y comenzamos a cavilar sobre la forma de penetrar en sus fauces. Angélica cogió a su paje y lo introdujo en un patíbulo de hierros. El cuerpo pasó, la cabeza se quedó enganchada. La niña lloraba, un cancerbero nos lanzó sus gruñidos:
“Angélica, eres un demonio, de ésta no te libras. Verás cuando se entere tu tío, el capitán falangista. Don José, el cura, lo tiene al tanto de todas tus fechorías. Esta vez te has pasado al ultrajar los aposentos de Doña Ana, santa mujer, cuya morada será el cetro de Dios”.
Corrimos al escuchar el colérico canto. Al advertir la pérdida de la pequeña Julia, Angélica decidió volver, yo también.
Al llegar, nos hundimos en el silencio de un portón entreabierto. Entramos, el invierno se introdujo en nuestras entrañas. La madre de Angélica, de rodillas, le lloraba a Doña Ana con una súplica:
“¡No!, ¡a ella no!, ¡ya me dejasteis sin marido!, ¡no os llevéis también a Angélica!”.
“Lo sacrificamos por el bien de todos: era rojo. Debes ser valiente como el capitán lo fue al eliminar a su hermano. Angélica lleva sus genes, se perderá, con mi ayuda apagaré las alas de un corazón tan abrasador”.
Por primera vez vimos el hilo del humo picotear la lluvia.
Angélica se fue hacia su madre, la levantó con cariño y susurró:
“Vamos, mamá, ya es hora de volver a casa”.
Un movimiento de Doña Ana interrumpió la escena. Don José y el capitán aferraron a Angélica y la transportaron al interior. La bruja nos expulsó de la siniestra mansión, y nos dejó a la viuda, su hija pequeña y a mí aporreando una puerta cerrada. Agotadas, regresamos. Yo seguí con la fuga de nuestro Peter Pan, mas los sustantivos perdían sus arrebatos ante nuevas nubes. Poco a poco dejé de contar estrellas; sin embargo, las praderas reflejaban a nuestra heroína con nuevos vocablos. Éstos se fijaron hasta abrir las brechas de un nuevo futuro.