Bienvenido a nuestro foro. Por favor identificate o registrate.

    Entrar con nombre de usuario, contraseña y duración de la sesión
News:
Bienvenidos a METÁFORAS.
Foro inaugurado el 23 de noviembre de 2008.
Ricard. In memoriam, 7 de agosto de 2009.
Páginas: [1]
  Imprimir  
Autor Tema: Muñones  (Leído 3221 veces)
0 Usuarios y 1 Visitante están viendo este tema.
ojaldeb
Colaboración literaria
Metafóric@
*****
Mensajes: 773



« : Noviembre 13, 2009, 06:30:54 »




El viejo ocupaba una mesa, una junto a la pared del fondo, en el bar de su pueblo.

—Este zagal… —mascullaba— ¿Qu’abre hecho yo pa merecer…?, y a mis años. Es mi nieto, sí, pero yo no quiero gente así en mi casa, si su abuela levantara la cabeza…la pobre.

Su mano derecha era una especie de muñón, apenas dos trozos de falanges, con el que ahora pinzaba un pequeño vaso de cristal, mediado de vino tinto. Su barba negra, de por lo menos una semana, hacía que su rostro se viera sucio. Adornaban su camisa blanca cuatro o cinco medallones de grasa.
Colgada de la pared, justo encima del viejo, una nube de moscas que parecían hipnotizadas por la pobre luz de un candil eléctrico. Enfrente un mostrador largo y de madera oscura, que venía desde la puerta de la entrada. El local era espacioso, algo escaso de luz, fuera anochecía.
Un hombre tripón y carrilludo, nada más entrar, se fijó en el viejo y fue hacia él, no esperó a llegar a su lado para decirle:

— ¿Qué cavilas tanto, Ulogio?
— ¿Eh? ¡Ah, eres tú, Fermín! Venga, agarra esa silla y siéntate

El gordo tenía más o menos la misma edad que el viejo, vestía una camisa muy blanca y muy bien planchada, su mano derecha era una cicatriz de carne y pellejo triturados. Al ir a sentarse, los botones de la camisa le estuvieron a punto de estallar, la silla hizo un ruido, como si se fuera a romper.

— ¿Y tu nieto, Ulogio?
— ¿Qué?
— ¡Tu nieto!
— ¿Mi nieto…?
— ¿Ha venio ya de la Inglaterra ésa, no?
—Vino antier, ¿y qué?
— ¡Na, hombre, na!, ¿que qué tal estaba?
—Pchss.
—Y me han dicho que su novio, un tal Bob, vino con él.
—Fermín… no subas más serillos qu’el pajar está acombrao.
— ¡Ulogio! ¿Es que no te alegras? Es tu nieto, y a venío ya…
—Que no seas alcagüete, Fermín.
—Pero…
—Venga, déjalo y dale un carpio al tabernero, encarga otra frasca de vino, que tengo la boca seca.

El viejo mascaba un palillo que cogió de un cubilete, no levantaba la vista de su vaso, y Fermín, sin dejar de sonreír ni de mirarle, alzó su muñón y dijo.

— ¡Tú, tabernero, pon una frasca de tinto, vamos a celebrar que el zagal d’éste ha vuelto ya de por ahí.
—No, si al final va a andar la pala por el horno —masculló el viejo arqueando aún más sus oscuras cejas— ¡Asqueroso pueblo de girulos!
— ¿Girulos…? ¡Andá!, Ulogio, acaba d’entrar el Paco, el chico de la Isabel.

El muchacho en cuestión tendría dieciocho o diecinueve años; llevaba varios arillos en las orejas y el cabello rapado; su chupa y su pantalón vaquero eran de esos que venden ya rotos y descoloridos. Se había quedado en la otra punta de la barra, justo al lado de la puerta, llamó al camarero y le pidió un refresco de Cola. Fermín insistió:

—Ulogio, el Paco también es mariquita, como tu nieto.
—Y dale; mira qu’eres bocarana…ahora te toca a ti escarbar en la herida ¿es eso, no?
—No te enfollines hombre, ¿somos o no somos amigos?
— ¿Amigos…?
—Sí, amigos; o no t’acuerdas de lo que pasemos juntos.
— ¿Quién s’acuerda ya d’eso?

Fermín dejó de sonreír, mostró su muñón y dijo.

—Yo m’acuerdo, esto me lo recuerda tos los días

Luego, después de carraspear, puso otra vez cara de guasa y añadió

—Oye Ulogio, creo qu’eso de ser mariquita s’hereda. ¿Tú no…?
—Y dale con la pulla Fermín; pero cuánta morcilla das, cabrón… ¿y tú dices qu’eres mi amigo?
— ¡Oye!, de cabrón na, ¿eh?, si acaso señor cabrón.
—Jodes más qu’un forunclo.
— ¿Qué…hoy no tienes ganas de guasa?
—Tú por lo que se ve sí, y mucha.

Fermín retorció de nuevo el gesto y dijo:

—Mira Ulogio, desde qu’en el pueblo os enterastis qu’el asqueroso aquél dejó preñá a mi nieta y luego se largó, a ella la tratasteis de pertenera y a mí… yo os he tenío qu’aguantar mucha pulla d’esta, a ti y a tos…
— ¡Pachasco!, o sea, que se t’estaba haciendo la masa un vinagre y has venío aquí a infernar, ¿es eso, no?
—Menuda polvisca se ha levantao en tol pueblo con lo de tu nieto, Ulogio, ahora te toca joderte a ti.
—Si mi nieto y el Bob ese no se bajan el otro día del autobús haciéndose arrumacos… ¡Par d’encagalaos!
—¡Ya, como que no se hubiera sabío tarde o temprano.
—¡Joder, pos a lo mejor no!
—No digas mandingas, Ulogio, si a tu nieto y el otro… menudos pendientes, menudas, pulseras, zapatos de punta rechivá, si sólo les falta ponerse encima la tapa el cofre.
—Pandilla de intruseros…
—Sí, aquí se habla de to sin mirar lindes. Pero, Ulogio, buenas ganas tiés de inritarte por tan poca cosa; mira, ahora fuera chuflas: tu zagal es joven, cabal es que pueda elegir su sesualidad.
—Pachasco, y su abuelo que se joda ¿no?
—Así es la vida Ulogio
— ¿La vida? ¡Cagüenros…¡
—Hay que ser más tolerantes, Ulogio —dijo Fermín con tono de condescendencia— mucho más tolerantes.
—¡Oye Fermín, y tú no presumas tanto de liberal!
— ¿Quién…yo?
—Sí tú; porque antes que le pasara aquello a tu nieta, bien qu’echabas pestes de toas las solteras del pueblo que se quedaban preñás.

El tabernero llegó con la frasca de vino y dos vasos pequeños, puso todo sobre la mesa. Luego se secó las manos con la servilleta blanca que llevaba colgando de la cintura. Dijo:

—Aquí tenéis, pareja.

Fermín le guiñó un ojo y habló en voz baja:

—Ulogio se ha enfadao porque le dicho qu’el zagal de la Isabel es mariquituso.
— ¿Quién, el Paco?—Dijo el camarero— ¡Vaya una cosa! Ni el chico ni su madre lo ocultaron nunca.

El joven bebía y miraba a todas partes, hubo un momento en que su mirada se cruzó con la de Fermín que, entonces, levantó su muñón y con el le hizo una seña para que se les acercara.

—Señor Fermín, señores…—dijo el muchacho cuando llegó donde los viejos. —Hola, chaval —dijo Fermín.

Eulogio, sin levantar la vista de su vaso, rebulléndose en su asiento, mascando como con rabia un escarbadientes, sólo resopló.

—Tabernero —insistió Fermín— arrima una silla pa que se siente el zagal. ¡Claro! si aquí mi amigo Ulogio no tie na en contra.
— ¿A mí…? — dijo Eulogio— a mí que me incumbe si el muchacho se sienta o no se sienta; yo no lo conozco de na.

El joven miró a Eulogio, luego a Fermín que, a la vez que meneaba la cabeza, le invitó a sentarse. El muchacho dijo mirando su reloj:

—Déjelo usté, señor Fermín; tengo que irme.
—¿A qué tanta prisa zagal? —dijo Fermín— paece que vas convidao a gachas.
—Es que en la fábrica hace falta gente, lo oí ayer y…
—Sí, yo también lo oído, pero me parece qu’el tajo es pa apilar sacos llenos de grano to la mañana. Chaval, eso mu duro pa ti, hazme caso, yo he roto muchos astiles d’esos en mi vida.
—A ver si se cree usté que porque sea homosexual no soy tan duro como cualquiera.
— ¡No —dijo Fermín— no mas entendío!
—Además —insistió el joven— mi vieja ma sacao a delante, ella sola, la pobre, va pa mayor, cuando viene de fregar las casas viene to enriñoná, se queja de tos sus huesos, ¡joder! y yo quiero ayudarla.
—¡Como tie que ser, zagal, como tie que ser! —dijo Fermín— Pero hazme caso, ese trabajo es mu duro, yo…
— Señor Fermín, perdone, me gustan los tíos, pero tengo tantos cojones como usté.

Eulogio, con un trago, ahogó una sonrisa y un eructo.

— ¡Venga chaval —insistió Fermín— aivadeai! arrima esa silla y siéntate con nosotros, y tú —miró al camarero— trae otro vaso.
—No, señor Fermín, me voy, a ver si van a cerrar la fábrica y no quiero llegar a amén.
—Vale, chaval, vale, pus ándate, no t’entretengo.

El joven miró al tabernero y metiéndose la mano en el bolsillo dijo:

— ¿Cuánto debo por este rodeo y lo mío?
—Tú —se apresuró a decir Fermín— como cobres al muchacho te se va un parroquiano. Chaval, déjalo, estás invitao.
—Señores… —dijo el joven y se fue hacia la puerta.
—Adiós, Paco… —dijeron los tres hombres al unísono.

Habían entrado más clientes y el tabernero se fue hacia la barra. Los dos amigos se quedaron solos. Fermín, después de llenar otra vez los dos vasos, ofreció uno a Eulogio.

—Toma machote, bebe.
— ¿Machote…? —dijo Eulogio— pero si ahora ya ni me s’atiesa. Lo de machote era antes. ¡Además! tengo un nieto mariquita, ¿o te s’alvidao?
— ¡Hombre! lo de tu nieto no tie na que ver con los años, pero lo otro… ¿qué quieres? si en un par de meses te caen ya los sesenta y muchos, como a mí.

Eulogio volvió a pinzar su vaso y lo levantó de la mesa, luego, mientras lo miraba, dijo:

—Mi nieto es buena gente, Fermín.
—Claro hombre, ¿por qué no va serlo?
—Tampoco el de la Isabel parece mal muchacho.
—Tampoco. Venga bebe.
— ¡Joder Fermín!, yo ya tengo demasiao callo pa estos trotes.
—A ver si crees qu’a mí no me costó hacerme a la idea de lo de mi hija.
—Sí, pero eras más joven, y todavía estaba tu mujer.
—La pobre; que descanse en paz.
—Si la mía viviera…
—Deja en paz a los difuntos, Ulogio.
—Tiés razón.
— ¿Y tu nieto?
— ¿Mi nieto? Menudo yema echó su madre en el parto, ¡joder!, pero es mi nieto
—¿Pos entonces…?
—¡Pos entonces!
—¡Qué tiempos!
—¡Qué tiempos!
—Y encima cualquier día nos da un colaso y nos quedamos istantáneos
— ¿Quién sabe?
— ¡Miá!
—¡Vete a saber!

Durante unos segundos los dos viejos miraron cada uno su vaso sin hablar. Después, Eulogio se encogió de hombros, volvió la cabeza a un lado, escupió al suelo lo que quedaba de sus mondadientes, dijo:

— ¡Joder, Fermín, si tù supieras… menudo tarogullo que tengo en el pecho.
—Pues te echas el pecho a la espalda y lo pasao pasao.
—Tiés razón, habrá que tirar palante.
—Qué remedio.
—Y como sea.
—Como sea, Ulogio, además, peores cristos pasemos, ¿o no t’acuerdas?

Fermín volvió a levantar su muñón. Eulogio se sobó sus dos dedos y dijo:

— ¿Qué si m’acuerdo…? aquello fue…
—Una mierda, Ulogio, una mierda. Pero, ¡vamos, hombre, arriba, arriba!

Fermín se inclinó sobre la mesa todo lo que su panza le dejó, puso su muñón encima del muñón de Eulogio, lo acarició. Eulogio, de un bote, se apresuró a salir de debajo, dijo:

— ¡Cuidao Fermín!, cuidao. Amigos, pero… sin pasarse —alzó la voz— ¡tú, tabernero…!, pon otra frasca y un plato de aceitunas, d’esas que tien pescao por dentro; pa mí, y pa éste…



En línea

Bienaventuradas las reglas de la métrica
que anulan las respuestas automáticas,
nos fuerzan a pensar dos veces
y nos liberan de los grilletes del Yo.

W. H. AUDEN,
Páginas: [1]
  Imprimir  
 
Ir a: