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Ricard. In memoriam, 7 de agosto de 2009.
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Autor Tema: Problemas  (Leído 2742 veces)
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ojaldeb
Colaboración literaria
Metafóric@
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Mensajes: 773



« : Noviembre 13, 2009, 06:29:30 »

Problemas

Serían más o menos las diez de la noche del jueves y estaba tumbado en mi cama, solo, pensando en que las cosas no me podían ir peor. Quería dormirme, pero… aun ahora no me resulta difícil recordar esos pensamientos que entonces no me soltaban.

Cincuenta y cinco ya —el jueves fue mi cumpleaños— y nadie se ha acordado de felicitarme, ni siquiera mi esposa, ni mi hijo. Nadie. Y como había tenido una bronca con mi jefe… Qué listo, que me quedase a echar horas ¿un trabajo urgente?, ¡ya!, y si le hago caso, ¿qué?, ¿me habría pagado luego todas las horas o sólo la mitad, como hace siempre?, que no, que estoy harto, que no echo ni una hora más, ¿no es él quien se lleva las ganancias?, que eche él las horas, si quiere. Y lo que me encontré al llegar a casa, después de estar todo el día aguantando putadas, llega uno a casa y ¡zas!, nada más pasar la puerta, ¡zas! la esposa de uno esperándole. Por la cara que ponía barrunté que no me esperaba para felicitarme el cumpleaños, menudo cómo me miraba antes de darme la noticia:
 
—"Tienes que ir a la comisaría, a tu hijo le han cogido rompiendo los cristales de las paradas del autobús, esta tarde llamaron, que fuera su padre a pagar la multa y a llevárselo".

¿Mi hijo…?, ¿qué pasa, que ella no es su madre?, ¡quinientos euros, sinvergüenza!, y el comisario:

—“¿No sabe usted que su hijo es responsabilidad suya?, ¿que es usted el que tiene la obligación de controlarle?"
—“¿Que si sé qué…?”

¡Claro que lo sabía!, por eso no dije ni mu, pagué, agaché la cabeza y me fui con el sinvergüenza y… luego, cuando le doy la bronca, va y me dice que él no tiene la culpa de haber nacido, que me hubiera puesto un globito, ¿un globito?, ¡joder!, si yo con su edad le digo a mi padre eso… me enciende las costillas con el cinto, ¡joder!, ¿y qué hago?, si regaño a la criaturita, malo, me toca discutir con su madre, y si no, ella luego va y me echa la culpa de su mala educación y de las cosas que hace la criatu… después del berrinche, encima, me fui a la cama sin cena.   
No sé cuánto tiempo estuve queriendo cerrar los ojos, ni sé la hora que era cuando me dormí; pero el sueño que tuve fue tan real que aún hoy, tres días después, lo veo como si  fuera una película que continuara pasando delante de mis ojos.   

Yo iba por un lugar que no reconocía, a mi alrededor, hasta donde me alcanzaba la vista, arena y unas rocas negras con formas redondeadas, igual a las de esas islas volcánicas. Por todas partes un vaho amarillo que salía del suelo, con un fuerte olor a  azufre, se me agarraba a la garganta robándome el resuello. De pronto, un ruido hizo que volviera la vista a mi derecha. Como unas hienas enanas, con el pelo negro y una enorme cabeza, iban y venían  entre las rocas. Sus ojos… ¡vaya ojos!, los de la niña del exorcista, los mismos, me miraban a la vez que me enseñaban los dientes y me gruñían. Empecé a correr, pero no avanzaba, era como si estuviera dando zancadas en el mismo palmo de tierra. Empecé a sentir el fuego de su aliento rozándome los tobillos. Cien zarpas me golpearon por detrás. Caí al suelo hecho una madeja. Dientes de acero se me hundían en los muslos, en los brazos, por toda la espalda. Oía, entre gruñidos, cómo mi carne se desgarraba. Me vi los huesos, mis propios huesos, de los que colgaban harapos de mi propia carne y… ¡zas! El silencio. Al principio no me ubicaba, aún sentía todo el cuerpo dolorido, empapado, ¿era sangre?, tenía la boca seca, pastosa, la luz entraba por la ventana, ¡por mi ventana! Me tuve que tocar para convencerme, ¡sólo había sido un sueño!, pero el corazón seguía pataleándome entre las costillas. Esa noche hasta los sueños iban a por mí. Miré el reloj, eran las tres de la madrugada. A mi derecha mi esposa, dormía. Me levanté con cuidado y fui a la habitación de mi chaval, también dormía. Me di una ducha para quitarme el sudor. Luego, en la cocina, puse la radio, uno de esos programas en los que la gente llama para contar sus cosas. Me serví un culito de güisqui con hielo. Se estaba bien allí, a oscuras, "empelotas" en medio de las corrientes de aire, con todas las ventanas de la casa abiertas de par en par, escuchando a aquella gente de la radio contar sus putos problemas.   
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Bienaventuradas las reglas de la métrica
que anulan las respuestas automáticas,
nos fuerzan a pensar dos veces
y nos liberan de los grilletes del Yo.

W. H. AUDEN,
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