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Ricard. In memoriam, 7 de agosto de 2009.
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Autor Tema: Napoleón  (Leído 4144 veces)
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Alpha_Centaury
Visitante
« : Agosto 25, 2009, 04:02:12 »

Aquel temprano día de octubre, mi ánimo emulaba las oscilaciones del  tiempo. Nada me provocaba una sonrisa. Nada despertaba mi llanto. Nada era capaz de arrancarme a escribir y yo, sin mi arte, no soy yo. Decidí llamar a un amigo con quien comparto esta extraña afición; era el único en mi entorno que podría comprenderla. Su veredicto fue implacable: “Enamórate. Ya. De quien sea”. Hallé sentido a su consejo, aunque jamás me había propuesto enamorarme a voluntad para dar fuego a mis letras. Siempre ha de haber una primera vez para todo, dicen.

Me acicalé, tal y como lo haría si me aguardara una cita importante con la vida. Dediqué horas de esfuerzo a estar perfecta; tenacidad indicativa de mi desesperación.

Cuando el espejo me concedió su bendición, salí a la calle… sin rumbo.

Las calles aquel día parecían estar en especial habitadas por hombres. Hombres que trabajan, corren en chándal – como si huyeran de su sombra-, sacan el perro a pasear, compran… e insultan, resguardados en la intimidad del habitáculo de sus vehículos. Pero ¿quién nació para ser el muso de mis poemas? Todos se me antojaban tan cotidianos, tan vulgares, tan… en fin, tan poco inspiradores, que no merecían mi atención.

La situación dio un giro de 180º cuando le vi. Era un chico de aspecto quijotesco, joven, algo más alto de lo deseable, flaco, de ojeras profundas y aspecto descuidado. Su mirada indicaba que su alma escondía un tesoro de rebeldía; sus manos hablaban de conspiraciones y sus cejas de terribles tormentas. Estaba en el parque, haciendo aspavientos, rodeado por niños que le contemplaban embobados.

Era un cuenta- cuentos contratado por el Ayuntamiento en pleno intento oficial de fomentar la imaginación y el arte en las nuevas generaciones.

Cuando acabó de contar la historia a los chiquillos, me permití acercarme a él para felicitarle por su expresividad, buen hacer y por la valentía que DEMOSTRABA al intentar subsistir con un trabajo así…

- El secreto es muy sencillo- confesó- se trata de convencerte de la existencia de algo maravilloso en ti. Yo, por ejemplo (y no te rías, por favor) he decidido convencerme de que soy Napoleón-.

Y, al pronunciar el nombre de Napoleón, quiso sorprenderme con el típico gesto napoleónico de ocultación de mancha en la chaqueta, acompasándolo con un rictus tenso en el rostro y un envaramiento generalizado de su espalda.

No pude evitar reírme. Él sonrió.

- Te falla la ornamentación – le chinché. También HABRÍA podido decirle que le faltaba ser gordito, bajo y cabezón, pero sentí piedad hacia su desgraciado ídolo.

- No me has entendido. Yo no he dicho que quiera parecerme a Napoleón. He dicho que voy a ser Napoleón, que ya lo era, que lo soy.

No quise profundizar más en el asunto, señal clara de que había logrado mi objetivo: enamorarme. Ya se sabe que el amor es ciego. Deliberadamente se niega a detener su atención en cualquier aspecto de la realidad que entre en discusión con sus deseos.

El noviazgo no se hizo esperar demasiado. Quitando esa pequeña excentricidad, era un muchacho normal, aficionado al cine español, al rock y a salir de farra con los amigos. No caía en hábitos excesivamente insanos, cumplía con responsabilidad las exigencias de su oficio y toleraba con paciencia las malas rachas económicas.

No era una excentricidad que se notara demasiado. Sólo se revelaba en cosas puntuales. Lucía en su dormitorio un póster de la isla de Córcega; tenía instalados en su ordenador varios juegos referentes a estrategia militar; en sus salidas ineludiblemente degustaba brandy Napoleón; se burlaba de su hermano, más aficionado al alcohol que él, apodándole “Pepe Botella”; y, cuando se le cruzaban más los cables, me escribía alguna carta de amor llamándome “Josefina”.

Yo me decía que hay un sinfín de cosas peores que hubiera podido ser y no era: político, ex presidiario, drogadicto, sádico, legionario, aficionado a las revistas pornográficas, opusdeísta, policía, enfermo, hijo único, pendón… y que el afán por manifestar una identidad que no era la suya también se da en esas ingentes cantidades de personas que usan día a día Internet para comunicarse entre ellos. Parecía, más que un mal personal, una enfermedad social. Al fin y al cabo, él no usaba su identidad “napoleónica” para engañar a nadie o para seducir, sino para infundirse fuerzas e inspirarse, para superar con valentía las dificultades. Claro, llegada a este punto, acababa aplaudiéndole y enamorándome más de él todavía por sus defectos. Típico en hembras.

Normal que acabáramos casados dos años después, el 9 de marzo del 2008. La luna de miel fue, como suponéis, en París.

Ese mismo año se matriculó en la Escuela de Idiomas para aprender francés. Mostró tal interés que en año y medio podía desenvolverse en Francia sin grandes problemas. Los viajes a Francia se multiplicaron.

Yo no me quejaba, ya que el país de la Torre Eiffel y el Sena es muy digno de recibir visitas, pero comenzaba a fastidiarme su obsesión. Una tenía ganas de conocer otros lugares y, francamente, si tanto viajábamos era porque yo aportaba mi sueldo y nos apretábamos durante meses el cinturón con idea de ahorrar… pero cedía porque ¿es ese motivo de iniciar una pelea? En lo demás me tenía contenta, muy contenta… y en todos los manuales de autoayuda sentimental, los expertos afirman que no se puede pedir a la pareja que cambie; si no se la acepta como es, es preferible cambiar de pareja, lo que quedaba a años luz de mis planes de futuro.

Hubo una ocasión en la que, algo hastiada, comenté: “Cariño, deja ya a Napoleón, él en el fondo sólo deseaba ser Julio César y éste sólo quería ser Alejandro Magno, que, a su vez, sólo quería haber figurado en La Ilíada. Dedícate a ser tú mismo”.

Él me dirigió una mirada glacial. Yo temblé. Desde aquel momento algo quedó dañado entre nosotros.

Un día llegó a casa con una sorpresa. Traía dos documentos nacionales de identidad, uno con su foto y otro con la mía. En el suyo se leía “Napoleón Bonaparte” y en el mío “Josefina Bonaparte”. Al principio creí que sería algún artículo de broma que habría encargado por ahí, mas no tardé en averiguar que había acudido primero al Registro y luego a Comisaría para “actualizar” de esa forma nuestros datos.

Como no soy tonta (o eso creo) y a duras penas asimilaba lo que estaba viendo, me presenté en ambas entidades a pedir explicaciones. En el Registro supe que nuestros apellidos seguían siendo los mismos de siempre, sólo habían cambiado nuestros nombres. Me dijeron que dudaron seriamente de la salud mental de mi marido pero, armado con su propia libertad legal y un poder notarial que le firmé, obedecieron a su insólita petición. “Hay gente para todo, ya lo sabe”- se excusaron- “acuérdese de que la religión jedi consta como religión desde el momento en que estadísticamente tiene adeptos, y los tiene. Con tanto "excéntrico" que hay suelto no mosquea que alguien quiera ser Napoleón y llamar a su señora Josefina”. Refrené las ganas de propinarle una colleja, pero fui incapaz de reprimirlas en Comisaría cuando supe que los policías, divertidísimos, llegaron a entregarle dos DNI de “mentirijilla” para que “Napoleón” fuera haciendo gala de ellos por toda España y el extranjero. Abofeteé al que me lo dijo y cabe señalar que el muy estúpido no se atrevió a quejarse.

Cuando llegué a casa, lloré, desesperada. Mi pobre y adorado marido necesitaba urgentemente tratamiento psiquiátrico. ¿Cómo iba a convencerle? Y si la cosa seguía igual o empeoraba ¿Cómo dejarle? ¿Con qué conciencia se abandona a la persona que quieres si ésta es azotada por el cruel látigo de la enfermedad mental?

Mi mente, incapaz de solucionar el dilema, hizo “crack”. Decidí ayudarle a dejar el mundo tal y como él, en el fondo, deseaba. Cuando, cansado, se tumbó en la cama y me pidió un vaso de agua, se lo llevé y me encerré con él, diciéndole “Bebe, Napoleón, ya estás en Santa Elena”. Él me miró sonriendo y bebió, convencido, como yo esperaba, de que venía a vengarme de parte de la coalición antimonárquica y que aquel vaso contenía arsénico. Falleció en el acto.

Lo siguiente que recuerdo son las blancas paredes de la clínica y los fragmentos de la noticia de la hoja de periódico que encontré, casualmente, en el suelo… “la asesina, J.B.H, considerada por sus vecinos como una mujer sensata y aficionada desde su juventud a la escritura, envenenó a su marido N.B.G, conocido cuenta- cuentos de nuestra localidad, a raíz de que una broma de su marido despertara un duro trastorno de la personalidad que ella, sin saberlo, sufría desde su nacimiento”.

Espero que escribir mi versión de los hechos me sirva de terapia.
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