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Autor Tema: Años perdidos-Cap05  (Leído 4028 veces)
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Calendo Griego
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« : Agosto 22, 2009, 06:28:59 »



Capítulo 05

Aun en el día de su boda, Alejandro seguía sosteniendo con Catalina, su madre, la pugna de no ser tratado como hombre de hecho y de derecho, en las puertas de emprender el camino hacia la vida adulta. Después de una oposición violenta a la idea del matrimonio (con ofensas de todo tipo, irrepetibles por su impiedad), la tenaz madre cambió de táctica, al ver cuán inútiles habían resultado sus insistentes agresiones. El hecho de ver a su hijo más decidido que nunca, suavizó sus métodos de persuasión (aunque sin abandonarlos), buscando hasta el último día convencerlo de que el matrimonio no le convenía en absoluto, que le haría trastabillar en sus estudios, para convertirse en causa de una segura desdicha.

—Alejandro, hijo, aún estás a tiempo para arrepentirte. No debes preocuparte por el qué dirán; puedes desentenderte del compromiso. No pienses que la gravedad de los preparativos o la ofensa que pueda significar para la familia de la muchacha, es un motivo suficiente para no dar marcha atrás —la viuda se entusiasmó con la idea de creer que su hijo podría estar obligado por las circunstancias de haber dado su palabra— ¿Cuántos casos no conocemos de hombres que han dado media vuelta en el mismo atrio? El posible bochorno, el escándalo que se podría crear con tu marcha atrás, no debe ser jamás un impedimento. Tu felicidad, tu futuro son más importantes que todo eso. Mañana, cuando las cosas se enfríen, agradecerás al cielo haber tomado la correcta decisión… ¡Por favor, hijo! Prométeme, al menos, que reflexionarás, que lo pensarás…

Se encontraban sentados a la mesa del almuerzo, en compañía del otro hijo, Hugo, que con sus trece años no mostraba el menor interés por la conversación, y la criada Matilde, que luego de servir impecablemente la sopa de entrada, se situó en una esquina con su espartana educación, a la espera de las órdenes para seguir con el almuerzo.

—¡Mamá…! ¡Mamá!... ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Ya lo he pensado infinitas veces. ¡Amo a Isabel! Estoy enamorado de ella, y esta noche será mi esposa.

—¡Pero si eres tan joven! ¿No te das cuenta del terrible error que cometerás? —¿Era amor a su hijo o miedo a la soledad? Alejandro, a diferencia de Hugo, siempre había mimado a su madre. Tenía la costumbre de dormir con ella un par de veces a la semana— No estás preparado ni emocional ni económicamente para tamaño compromiso (era como si no existiera el patrimonio de su hijo. Siempre sostuvo —y nadie discutiría su decisión— que la herencia se la repartirían ambos hermanos después de su propia muerte).

—¿Qué dices, mamá? Todos sabemos que el casamiento no depende de esas cosas sino del amor. ¿Cuántas personas que se han casado ya mayores, han fracasado estrepitosamente? ¿Y cuántas han logrado ser felices casándose en plena juventud? En cuanto al dinero, ya me las arreglaré —dijo esto, adoptando un tono que contrastaba con la expresión dura de su rostro. Alejandro sabía que su parte de la herencia, materializada en bienes y no en dinero contante, se encontraba en el intríngulis del juicio de sucesión—, me las arreglaré, si tú no quieres ayudarme.

—Siempre dijiste que te casarías después de los treinta… —insistía Catalina.

—Cuando dije eso no conocía a Isabel.

—Eres ingrato —se quejó abiertamente la porfiada señora, apretándose la cabeza. Era su arma favorita: hacerse la víctima; aunque, en este caso, de nada ya le serviría. Cuando alguna situación la sobrepasaba, invariablemente se enfermaba, apelando a su eterno problema arterial. Pero, esta vez, Alejandro se mostraba dispuesto a asumir la responsabilidad ante cualquier posible desgracia. No evidenciaba el menor atisbo de alarma.

—Siempre quisimos, tu padre y yo —como un argumento más, sacaba a relucir la memoria del finado—, lo mejor para ti. Nos hemos sacrificado para brindarte la mejor educación; nos esforzamos para que no te falte nada, a diferencia de la mayoría de los niños del barrio; y mira la forma en que nos pagas. Ahora, ella es quien recibirá todos los beneficios.

—“Ella” se llama Isabel, mamá… No es bueno que pienses de esa manera. ¿No estás siendo un tanto egoísta? Yo sólo quiero ser feliz. No creo que casarse signifique ir a la guerra a morir... Viviremos en la misma ciudad, estaremos siempre juntos…

—No es lo mismo. Te alejarás de nosotros. Te llenarás de excusas para no visitarnos; y, cuando vengan los hijos, estarás definitivamente en otro mundo.

—No seas drástica, mamá. ¿Por qué te empeñas en hacerme sentir mal? Hoy es un día muy importante en mi vida… ¡Vamos, mamá, no opaques este gran momento… ¿Acaso no estuviste también tú enamorada?

Matilde seguía atendiendo la mesa, impertérrita como siempre. Aunque sentía afecto y respeto (más aún por la condición de futuro médico) por Alejandro, jamás osaba asumir posturas en las esgrimas verbales de la familia. Sabía que, tarde o temprano, ellos arreglaban sus diferencias, “y queda una después mal con Dios y con el diablo”. Por esta razón, como una sordomuda, daba a entender que no eran de su incumbencia ni el reclamo agresivo de Catalina ni la postura firme de Alejandro. No mostraba ni siquiera un interés teatral por cuanto sucedía. Ella existía solamente para servir, atendiendo que nada faltase, que su ama no reprochara su conducta, que nadie tuviese que estirar demasiado el brazo para alcanzar alguna panera o fuente de la mesa.

Hugo, al igual que Matilde, tampoco seguía el hilo de la conversación. En su fuero interno, gracias a lo escuchado intermitentemente, tomaba partido a favor de su hermano; pero, por supuesto, que jamás manifestaría abiertamente su opinión. No dudaba que su madre se sentiría hondamente ofendida si osaba hablar. Sólo esperaba la orden de levantarse, para ir corriendo a su cuarto a leer la hermosa enciclopedia que le habían regalado en su cumpleaños, y ocuparse de sus habituales distracciones. A través de esa hermosa colección llena de imágenes y entretenidos relatos, conoció el mundo; y a partir de ahí soñaba con conocer Europa.

La vieja se sentía muy desilusionada. Su tozudez parecería un chiste a los ojos de un extraño; pero, no, no era así; su angustia era real. Desde un principio se sintió capaz de desbaratar esa obsesión que a su hijo se le había metido en la cabeza. Ahora se percataba de que su autoridad perdía significativamente dominio sobre él; y este hecho, más que ningún otro, la atormentaba. Veía claramente que su Alejandro era una causa perdida, aunque no era el caso de perderlo sin oponer las últimas fuerzas persuasivas. Y para calmar los demonios que se reían de aquella rebelión, se prometió a sí misma no cejar en su lucha.  Las cosas no terminarían ahí, y la tal Isabel, tarde o temprano, aceptaría que así, tan fácilmente, no se apoderaría de su querido hijo.
Llegó, entonces, a la conclusión de que le convenía apaciguar los ánimos, recuperar la armonía y aceptar esa primera batalla perdida que le infligía el destino. No dudaba de que el tiempo le daría la razón, revirtiendo la penosa situación. Lo palpitaba, no sabía bien porqué; pero, luego de conocer a Isabel, la premonición del fracaso se instaló en su espíritu. Dos cosas no le gustaban de ese compromiso: el poco tiempo de noviazgo, y un cierto desborde de voluptuosidad que notó en la muchacha. Después de todo, ¿quién era la tal Isabel? ¿Qué clase de gente conformaba su familia? En honor a la verdad, era una mujer hermosa, con una prestancia que enorgullecería a cualquier hombre, y se vestía con cierto buen gusto (aunque muy moderna. Odió la minifalda que llevaba el día que la conoció); pero, más allá de estas consideraciones, podría asegurar que le faltaba estilo, esa natural distinción de las familias de clase (Catalina envejeció con la amarga resignación de no haber alcanzado sus sueños juveniles. En una de las paredes del comedor había colgado una vieja fotografía suya, sonriendo en la nieve, vestida con los atuendos para esquiar, recuerdo de un viaje a Bariloche). A Isabel le faltaba la genuina y singular gracia de una mujer de alcurnia, la cuna que otorga a la gente un sello especial, la prosapia que eleva sobre lo vulgar y distancia de los seres vulgares que nacen en cualquier parte. Por más bella que fuese (que, al fin de cuentas, la belleza es un privilegio que se pierde, no sólo a causa del tiempo sino de la costumbre. “La belleza se vuelve invisible en la rutina de la convivencia”), tarde o temprano, este tipo de gente termina revelando su verdadero rostro, cae en la vulgaridad de las peleas ofensivas, y termina derrotado por las exigencias de la vida honorable. Catalina siempre decía: “las personas vulgares carecen de honor, no tienen condición”.

—Está bien, hijo…Haz lo que quieras. Yo sólo te decía porque me preocupa tu juventud. Me hubiese gustado que concluyeras tus estudios, te consolidaras en tu profesión, para luego emprender la circunstancia del matrimonio. No pensaba en otra cosa. Pero ya que tu decisión es indeclinable, la acepto, y voy a ayudarte en todo lo que sea para salvar el prestigio de nuestra familia. No permitiré que nadie piense que estás desamparado. Sin embargo, quiero que tengas siempre presente la intuición de tu madre: la única persona en el mundo que te quiere bien de verdad. Tengo mucho miedo de que tu sentimiento no sea sino deslumbramiento por la belleza de esa chica; miedo de que, mañana, cuando la pasión se vaya debilitando, cuando a través de la convivencia diaria salgan a relucir los verdaderos caracteres, las incompatibilidades insalvables, te arrepientas y tengas que volver a mí, para llorarme que te has equivocado. Además, no olvides que la vida privada influye poderosamente en el éxito social de las personas. No en vano se dice: “dime con quién andas y te diré quién eres” o “detrás de todo gran hombre hay una gran mujer”.

—No te preocupes, mamá: ¡jamás me divorciaré de Isabel! Ella es la mujer de mi vida.

La convicción de Ale parecía sincera. No podía jurar que conocía bien a su futura esposa, ya que en los siete meses que duró el noviazgo, apenas tuvo tiempo de conocer los detalles de su personalidad. Además, se sabe que en etapa de noviazgo, tanto el hombre como la mujer, esconden ciertas facetas que les avergüenzan, mostrando a toda hora la careta de lo que pretenden ser. Pero, aún así, el amor que sentía, y el amor de Isabel que creía percibir, le daban la certeza de que todo iría a resultar según sus sueños. Pensaba que la felicidad de su hogar futuro dependía exclusivamente de su voluntad, predisposición que le sobraba. “Amar a Isabel, pensó, será siempre lo más fácil del mundo”.

—Para el matrimonio —insistía con impertinencia Catalina—, se debe tener la garantía de una conducta incuestionablemente decorosa. Y sucede, mi hijo, que la decencia es algo innato en las familias: no todas nacen con esa suerte.

—¡Mamá, estás ofendiendo a Isabel…!

—Sólo trato de abrirte los ojos, Alejandro. Yo no hablo mal de ella; lo digo en forma general. No creo que en otra ocasión podamos hablar de este tema. Quiero que seas realista y veas el mundo tal cual es. Y a fin de cuentas, ¡soy tu madre!

El diálogo parecía interminable. Hugo sentía ya, a esas alturas, un soberano aburrimiento. La silla le quemaba las asentaderas, pero sabía que no podía levantarse sin el consentimiento de su madre, y soportaba con estoicismo el esfuerzo que ésta hacía por convencer a Ale.

Matilde, como una estatua, parada detrás de Catalina, esperaba la orden (que no llegaba nunca) de retirar la mesa.

Catalina, en medio de la feroz contienda interna por aceptar lo irremediable, y a pesar de admitir (de boca para afuera) la inminencia del casamiento, en lo más hondo de sus pensamientos seguía negando la realidad. Estaba segura de la locura que llevaría a cabo su hijo. La experiencia le mostraba que las cosas hechas de ese modo, a los apurones, sin buen análisis del proyecto, por el mero hecho de dar gusto a las pasiones, a la taranta de apresurar la hombría, no concluiría en un matrimonio feliz. No en vano se recomienda prudencia y sensatez para los emprendimientos importantes de la vida. Cada día es un “quemar las naves” que exige la conciencia de lo irreversible; de lo contrario, uno se encuentra invariablemente ante problemas que requieren soluciones desesperadas, que conducen a otros problemas más graves aún.

Pero estos razonamientos eran en vano. Bien sabemos que la juventud no se nutre de la experiencia ajena. Quiere vivir su propio infierno, antes de aceptar cómo son las cosas en su vida. Lógica y retórica, siempre serán inútiles herramientas para la sed de transformaciones que tiene todo joven. Ahí estaba Alejandro dispuesto para el matrimonio, sordo a todo silogismo.

Como una luz de esperanza y último recurso, a Catalina se le ocurrió la idea de mantener a su hijo a su lado.

—¿Está todo dispuesto en la casa de los Miranda? ¿Se sentirán cómodos viviendo allí? —preguntó, con evidente intención.

—Sí, mamá. Bien sabes que no estoy en condiciones de afrontar gastos tan fuertes sin tu ayuda, como para alquilar alguna casa —Alejandro ya no creía poder contar con la parte de herencia que le correspondía de su padre. Los padres de Isabel nos abrieron los brazos.

Su madre, animándose, siguió preguntando:

—¿Por qué no vienen a vivir con nosotros? En la casa de Isabel vive mucha gente. Aquí estarán más cómodos, la casa es amplia, sin mucho barullo que te impida estudiar… Por lo menos hasta que te recibas.

—No me disgusta la idea —dijo él, para gran alegría de Catalina—; sin embargo, debo acordarlo con Isa. Si ella no acepta, tampoco podré aceptarlo yo. Además, ya me comprometí con los Miranda. Veremos...

Catalina no dijo ni mu. Temía perder la hermosa esperanza que su hijo le brindaba.

Cuando se levantaron de la mesa, estaban hablando ya de los preparativos, del traje de casimir inglés que se encontraba colgado en espera de su dueño, de la fiesta, de todo cuanto atañía al magno acontecimiento.

—Gracias, mamá —dijo Alejandro, dando por hecho que su madre abrazaba su causa—, mientras, sonriéndole, le regalaba un beso.

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Todas las búsquedas producen sufrimiento. Erich Fromm
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