Calendo Griego
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« : Agosto 03, 2009, 04:09:01 » |
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Capítulo 04
Isabel, la hermosa Isabel, la reina del barrio, se levantó a la media mañana, cuando las exigencias de la limpieza invadieron sus dominios. Sin embargo, lo hizo sin malhumor, pues había dormido con un sueño profundo y reparador, para despertarse con los pensamientos danzando alrededor de la idea del casamiento. Era dueña de un carácter muy animado, con una alegría de vivir inmensa, una simpatía natural que le hacía regalar sonrisas a todo el mundo, una forma simple de ver las cosas, que le guardaba de no complicarse con preocupaciones absurdas del infierno adulto. Pero todos sus allegados sabían que no podía abusarse de su bondad porque, cuando le clavaban con alguna malquerencia, se defendía atacando con uñas, golpes y alaridos. La bella novia despedía por todos los poros el ansia de vivir y la energía vital que nacen de la juventud.
Ni siquiera a su madre permitía el avasallamiento de su privacidad. Era una tigresa en celo para defender su territorio íntimo. A veces, cuando alguna de sus primas, queriendo conocer sus aventuras amorosas, tocaba algún cuaderno suyo o abría el cajón de la mesita de luz, Isabel reaccionaba impetuosamente, hasta con grosería, sin importarle que el intento de profanación fuese hecho por alguien con quien un minuto antes estaba riendo amistosamente. Ni el poder de su padre lograba traspasar los límites territoriales que ella había creado. Era reacia a aceptar consejos, y tapaba sus oídos si pretendían cambiarle algunos de sus principios modernos. Y si la insistencia iba más allá de una recomendación suave, se volvía terca hasta la exasperación, capaz de sostener que el blanco era negro. A pesar de sus juveniles años, había logrado hacerse de una personalidad enérgica, sabiendo ya qué cosas quería de la vida y qué sueños anhelaba del futuro.
Sus ropas de entrecasa consistían en prendas muy livianas y escasas. Y la costumbre de andar descalza y con los largos cabellos despeinados, contribuían a darle un aire de libertad y rebeldía. La sensualidad que emanaba de su cuerpo cuando —por ejemplo— ayudaba a su madre en las tareas del jardín, volvía loco a alguno de los jóvenes que pasaba ocasionalmente frente a la verja de calle.
La inminencia de su casamiento no produjo en ella un cambio de sus hábitos, ni de su conducta en general, como suele suceder con muchas mujeres (y por qué no, hombres también) que, varios días (o meses) antes de la boda, sienten malestares, inapetencia, vómitos, a raíz de los destrozados nervios ocasionados por la tensión. Para Isabel el matrimonio no carecía de importancia (desde luego), aunque tampoco lo consideraba como un hecho determinante para la vida de una mujer. Es más, odiaba esa forma escandalosa en que algunas mujeres veneran esa institución, esperan con ansiedad llegar a esa instancia; y si por avatares del destino, no se les da, se sienten discriminadas por la voluntad del cielo, maldicen sus malas suertes, y asumen el hecho como el gran fracaso de sus vidas. A Isabel le entusiasmaba la idea del casamiento, de convertirse en madre, y le animaba ese mundo nuevo que se le ofrecía por delante, donde ella ejercería su madurez, su propio rumbo en la ruta de la navegación; pero no se moría de ansiedad por alcanzarlo, ni sentía miedo de no alcanzarlo, ni rogaba para que la boda se realizase según el plan de la familia. Simplemente, se dejaba llevar por los acontecimientos, y quemaría esa etapa más de su vida con serenidad, sin considerar que le estaban haciendo un favor casándose con ella. En este sentido, agradecía a su madre que le hubiera inculcado el orgullo de la belleza y la seguridad en sí misma.
—Si un hombre no te quiere, hija, no debes preocuparte nunca —le decía—. Él es el único que pierde.
Estaba enamorada de su novio y se sentía segura con respecto a los sentimientos de él. No existían motivos para dudar de que las cosas no fuesen a salir bien. ¿Acaso no era, entonces, lo más sensato dejar que el río corriese normalmente? ¿Por qué martirizarse en imaginar lo peor? ¿No resulta saludable y humano sentirse optimista y soñar siempre lo mejor?
Soledad, en cambio, se preocupaba hasta de la despreocupación de su hija. La tensión nerviosa que se inició unos meses atrás con el cambio de alianzas, manifestada en unos dolores de espalda que requerían diarios masajes de su marido, alcanzó en esos días su punto álgido, cuando una terrible jaqueca la tuvo a maltraer. El casamiento de su hija, ni remotamente se comparaba con aquel desacierto suyo, llevado a cabo a los apurones, donde no tuvo el tiempo necesario (y con el embarazo encima) para vivir los preparativos.
—Es como si mamá fuese la novia —comentó Isabel a su padre, mientras reían ambos de las idas y venidas de Soledad.
Para Isabel lo realmente importante era lo que vendría después y no lo que fuese a suceder esa noche. ¿Qué era la ceremonia, después de todo? Nada más que el clarín anunciador de la unión. El sacrificio que se hace por los amigos y parientes, para que a nadie se le ocurra ningún tipo de blasfemia o deseos de llamar a los pájaros de mal agüero.
Una de las victorias reales que le brindaría el casamiento sería su independencia, la liberación de todo tipo de yugos, el libre albedrío social. De toda su vida filial, principalmente de los últimos cinco años, le quedaban bastantes recuerdos amargos. La autoridad paterna, que no se manifestaba con la misma severidad que con su hermano Francisco, tuvo, sin embargo, un recrudecimiento debido a la edad que le tocaba vivir a Isabel. En toda su pubertad y adolescencia, ella soportó deseos doblegados, diversiones frustradas y castigos injustos, que la llevaron a sostener heroicas luchas internas para mantener la simpatía incondicional que sintió a lo largo de toda su niñez. A pesar de compartir los principios de la decencia cristiana, fruto de la cerrada educación religiosa recibida, en varias ocasiones llegó a rebelarse contra algunas imposiciones de su padre que le parecieron ridículas y exageradas. Comparándose a sí misma con los otros jóvenes de su edad, se veía injustamente marginada de esas distracciones sanas de las cuales la mayoría gozaba; y no pocas veces, un sábado a la noche, quedó derramando lágrimas a mares en la soledad de su cuarto. Una vez casada, ya no soportaría ese celo enfermizo, esa desconfianza agria que demostraba por todos los jóvenes que se le acercaban. Le entusiasmaba la idea de su futura condición. Sabía que las nuevas circunstancias le ofrecerían grandes facilidades para alcanzar una vida plena y feliz. No sentía ni una pizca de rencor por su padre, al contrario de su hermano que abiertamente detestaba a su progenitor. Pero, tantos años de intransigencia, de mostrar una odiosa frialdad, de no ceder ni ante los clamores más sagrados para un joven, habían acumulado en ella una cierta reticencia al cariño. Ya no corría a sus brazos cuando éste regresaba del trabajo, ya no festejaba con risas sus ridículos chistes, ya no se consideraba la “hija mimada de papá”. No recordaba haber besado a su padre en forma espontánea desde hacía mucho tiempo. Sólo lo hacía en las fechas festivas de la familia, donde el beso en la mejilla era una obligación. En los últimos años, su padre había dejado de ser su ídolo indiscutible. Un vez casada, quiéralo o no, la relación debía distenderse; él estaría obligado a tratarla como persona adulta, con entidad propia; de lo contrario, se quedaría sin el último afecto de su hija.
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