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Autor Tema: Años perdidos-Cap03  (Leído 2753 veces)
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Calendo Griego
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« : Julio 25, 2009, 10:32:58 »

Capítulo 03

La familia Miranda Lefont se había ganado poco a poco el respeto del vecindario. La discreta vida que llevaban hizo posible cosechar el reconocimiento. La gente mayor apreciaba la disciplina vertical que Reinaldo logró imponer en el seno familiar; los jóvenes del barrio, jamás se atrevían a tocar el timbre fuera del horario establecido para los encuentros amistosos. Llegada cierta hora de la noche, a pesar del entusiasmo que podía persistir por seguir la charla, cortaban la reunión y se marchaban resignados de la casa. Algunas viejas murmuradoras, de esas que siempre hurgan en la intimidad de las personas, cuchicheaban acerca de la marcada diferencia que existía en las fisonomías de los cónyuges. Una de ellas dijo en algún momento: “La bella y la bestia”, ante el festejo de sus amigas. Se preguntaban qué hechizo había favorecido a un hombre de tan “triste figura”, para desposar a una mujer tan distinguida. Pero esas malas intenciones no alcanzaban ni para las más perspicaces conjeturas. El cuidado que la pareja ponía en la compostura impedía cualquier tipo de habladuría. A partir de aquel lejano día de su casamiento, antes que nada estaba para Soledad el respeto a su marido. Se había empeñado en cuidar y agradecer la honradez del hombre que la salvó de la deshonra. Aquella tabla de salvación que resultó para ella, hacía posible tolerarlo, apreciarlo y, hasta si se quiere, complacerlo en sus íntimos caprichos. No le fue fiel, se entiende (el susto no fue para tanto), pero tuvo siempre el extremo cuidado para que nadie tuviera nunca el menor motivo de murmuración, y la suficiente inteligencia para mantener incólume una imagen de recato frente a su marido.

Se puede comprender, entonces, con mayor claridad, la emoción que embargaba a Soledad aquel día del casamiento de su querida hija Isabel, por la importancia que le daba a la opinión de la gente y por su condición de madre (actriz principal) de tal acontecimiento.

En compañía de Dominga y las primas Teresa y Celia, con una voluntad de hierro y la capacidad que tenía para trasmitir entusiasmo, para convencer a las personas a acompañarla en algún trabajo (a veces sin necesidad), se pusieron a desempolvar cuantos muebles y sitios encontraban a su paso, como si el casamiento se fuera a realizar en la casa misma.
Reinaldo solía decir, en algunos consentimientos que se daba a sí mismo para salir de su seriedad, que el exceso de limpieza y arreglo en una casa por parte de una mujer, se debía a algún tipo de neurosis por carencia de orgasmo. Y era evidente que se estaba riendo de sí mismo, porque agregaba:

—La mujer siempre quiere más de lo que el hombre le puede dar.

Nunca aclaraba si la carencia de orgasmo se debía a una incapacidad sicológica o a una falta de actividad sexual. En esa duda hacía consistir su ingeniosidad. Soledad festejaba siempre esa broma gastada. No le costaba nada, y era mucho agradecimiento marital el que recibía a cambio. Y si algún familiar pretendía desnudar la falta de talento para el humor de su marido, ella lo impedía aplaudiendo y riéndose de buena gana. En la lucha por el poder que existe en las relaciones humanas (y que llega hasta la alcoba), Soledad había elegido la poderosa arma de la sumisión aparente. “Sí, querido; no, querido…”, eran expresiones repetidas por ella hasta el hartazgo.
 
Dominga, con la facilidad que tenía para reírse (se reía de las caídas accidentales y los defectos físicos de las personas), tomaba en broma hasta el enojo de sus amos. Siempre le seguía la corriente a Soledad sin protestar, no le molestaban sus caprichos, ni sus extravagancias, ni el tiempo que durasen las tareas. Estaba acostumbrada. Desde muy niña, a cualquier hora (Soledad tenía la manía de limpiar la cocina por la noche), se deslomaba trabajando en los quehaceres domésticos, y no veía en esa forma de vida injusticia alguna. Le resultaba normal que así fuesen las cosas en su vida. Aunque, mucho tiempo después, cuando hubo formado su propia familia, uno de sus hijos adolescentes le había abierto los ojos, en el sentido de que los Miranda la habían dejado sin educación para seguir usufructuando sus servicios de empleada doméstica. En una palabra: la mantuvieron ignorante con el propósito de domesticarla mejor. Este proceder, Dominga le recriminaría este proceder a Soledad ya en los albores de la senectud.

—No quiero que te mueras sin saber de mi indignación —le diría, sin ánimo de herirla.

Cuando Soledad decía: “¡Hoy vamos a arreglar la casa!”, Dominga sabía lo que significa el “arreglo”. Esas revueltas le sacaban de la rutina de cocinar, lavar ropas y cubiertos, barrer y repasar el piso. La tarea se convertía para ella en una fiesta que duraba todo un día, pues se comía ligero, no había enseres que lavar y se suspendía el lavado de ropas. El arreglo en sí consistía en sacar todos los muebles al corredor, y colchones y cobertores al patio.

—Para que se asoleen —decía Soledad— y queden libres de gérmenes.

Luego derramaban abundante agua  en todas las habitaciones, fregaban hasta los rincones más escondidos, desinfectaban mojando los trapos de piso en agua curada con lavandina (en el país se convivía con la permanente amenaza del dengue, siempre caía algún que otro ciudadano víctima de la enfermedad y, en no pocos casos, con consecuencias fatales), y dejaban todo reluciente, con un agradable olor a desodorante de pino. Estas tareas eran acompañadas por la radio a todo volumen, debilidad que Soledad (y más aún, Reinaldo, a quien la música le resultaba, a veces, francamente irritante) permitía a Dominga, pues había comprobado con cuánta energía y entrega ejecutaba sus deberes bajo el influjo de sus melodías favoritas.

—No entiendo cómo el tío Reinaldo —decía Dominga sin miramientos— puede despreciar la música. Yo no puedo dormir sin escuchar algunos buenos boleros cada noche.

Antes del mediodía, la casa quedó como nueva. Tenía el aspecto remozado gracias a que las mujeres habían lavado hasta la fachada, eliminando aquellas manchas de polvareda y las telas de araña prendidas de los aleros.

Las hermanas Teresa y Celia, hijas de un hermano de Soledad, muerto en un accidente de tránsito, vivían con ellos cedidas por la madre a los efectos de recibir disciplina y educación. Las chicas se encontraban ya en edad de amoríos, y la carga de vigilar la decencia era muy pesada para la viuda, ya que debía también cuidar a otros cuatro hijos menores. Por suerte para ellas mismas, la timidez de la orfandad, hacía que casi pasaran desapercibidas. Hablaban cuando tenían que hablar. Decían  rápidamente sus exposiciones, y mostraban una conducta servicial y alegre. Todos se encontraban contentos con ellas; y más aún, Francisco, pues hizo amistad con ambas y las consideraba como extensión del servicio doméstico: se hacía servir en la cama hasta el agua, siempre que su padre no estuviera.

Soledad amaba aquella casa. Era consciente de la importancia que reviste tener una casa propia, del alivio que significa no depender de los fastidiosos alquileres; y más importante se vuelve esa valoración, cuando se adquiere merced a un tremendo sacrificio, gracias a un laborioso empeño que dura años, durante los cuales se sortean todo tipo de dificultades y se hacen malabarismos para cumplir con el contrato de compra-venta. El orgullo del matrimonio había sido, precisamente, el cumplimiento fiel de aquel contrato. Orgullo que fue desparramado a los cuatro vientos, llegando a fastidiar a parientes, amigos y vecinos.
La empresa maderera donde trabajaba Reinaldo, cuyos propietarios argentinos tenían en mucha estima al fiel empleado, facilitaron decididamente la posesión del chalet, pues aceptaron salir de garante ante el banco. Ante este hecho, que Reinaldo comentaba en todas las reuniones de familia, quedaron los cónyuges eternamente agradecidos.

—A no cualquiera ellos le salen de garante —no se cansaba de repetir.

Acordaron no vender la casa ni en las situaciones económicas más dramáticas, aunque tuviesen que soportar privaciones de todo tipo.

—Sólo en caso de enfermedad grave —decía Soledad, convencida.

Por suerte, nunca se vieron en la necesidad de hipotecar la casa para algún préstamo urgente. La familia no tuvo, en cuanto a lo económico, golpes ni adversidades trascendentes del destino. Más bien, sus vidas se desarrollaron en medio de la gracia existencial.
« Última modificación: Julio 25, 2009, 10:42:53 por Calendo Griego » En línea

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Todas las búsquedas producen sufrimiento. Erich Fromm
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