Calendo Griego
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« : Julio 20, 2009, 09:07:37 » |
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Años perdidos Cap-02
La casa de los Martínez se encontraba situada en un barrio popular de la ciudad, sobre una calle tranquila, casi sin tráfico la mayor parte del tiempo, donde los chicos acostumbraban a jugar a la pelota sobre el pavimento, costumbre que era enérgicamente rechazada por los viejos de la cuadra, encabezada por la viuda Catalina, madre de Alejandro. Los constantes plagueos de quienes afirmaban no poder descansar durante las horas de la siesta, agrietaban el abismo generacional que, de por sí, ya existía entre los rebeldes jóvenes y las tozudas personas de la tercera edad. Por supuesto que, el conflicto, jamás llegó a resolverse: se convirtió en una costumbre más del barrio.
Era algo sorprendente que los robos, abundantes en otros puntos de la ciudad, ahí no proliferaran; y eso que era el lugar donde se asentaba el estadio de fútbol del club más popular del país. Como era un barrio de clase media para abajo, quizás los hurtos no se daban como sentencia cumplida de ese dicho “un pobre no roba a otro pobre”. No sé. Después de todo, los delincuentes no andan con códigos de éticas en los momentos de sequía monetaria.
La casa era una construcción barroca de dos niveles, con un espaciado balcón sobre la calle, de imponente baranda de hierro forjado que, Catalina, con el mismo amor con que cuidaba a sus gatos, había llenado de plantas ornamentales, con unas jardineras colgantes donde permanentemente exhibía las más coloridas flores de estación. Las petunias en invierno y los tagetes en verano eran sus preferidas. Habitualmente, se sentaba en las horas del crepúsculo, observando el paso de la gente, en cierta forma pavoneándose en medio de su aéreo jardín, alimentando la tirria del populacho con su soberbia y orgullo. No estaría de más decir que la casa de los Martínez era la más llamativa y, en la época de su inauguración, la más regia. En varias cuadras a la redonda no había otra casa de dos plantas, y menos aún con tantos arabescos moldurados. Los transeúntes que la observaban por primera vez, quedaban vivamente impresionados. Su interior resultaba amplio, ahora con varias dependencias sin uso (incluyendo el garaje, donde se encontraba el automóvil que Alejandro no tenía permiso para usar). Luego de la muerte de don Pedro, el desgraciado marido, víctima de un penoso cáncer de huesos que lo dejó postrado dos años, antes de morir, las estancias parecían flotar en una atmósfera traslúcida de soledad. Tal casa, muy grande para una viuda, difícil y costosa de mantener, no parecía incomodar a su dueña, ya que se negó tajantemente a aceptar una buena oferta que le hicieron para venderla. Y creo que tenía razón ya que, sin necesidad perentoria, con el desahogo económico en que vivía, con la renta mensual que percibía por otra casa, más la pensión jubilatoria del marido, no necesitaba hacerlo. Por eso, cada vez que pensaba en el tema, se decía a sí misma: “jamás voy a vender mis recuerdos”. Se refería al tesonero afán con que su marido había juntado esos pequeños bienes a lo largo de su vida, deslomándose como un burro, guardando moneda tras moneda, hasta amasar lo suficiente como para ser enterrado con pompas y lujos que deslumbraron al barrio, y dejar a su esposa un considerable patrimonio para vivir decorosamente.
Célebre fue en el barrio la estricta rutina de don Pedro, pues, a excepción de los domingos en que salía a leer el diario en el balcón, pasaba siempre por sus habituales lugares a la misma hora. Generalmente, salvo escasas excepciones, utilizaba su auto. Decía que era más económico y seguro utilizar el trasporte público.
—Es un inglés —dijo una vez su vecina de enfrente.
Tal vez su condición de empleado bancario hubiera influido en esa impecable conducta, paradigma de honestidad y perseverancia, dedicado a tiempo completo a satisfacer las exigencias de sus patrones. Hasta tal punto llegaba su entrega que sus compañeros de trabajo le llegaron a reclamar su excesivo “patronismo”, cuando se empecinó en seguir trabajando con un cuadro gripal que no le dejaba desprenderse del pañuelo. Pero él persistía sin dejarse amilanar; tenía tanta convicción en su hoja de ruta de vida, que nadie podía desviarlo del rumbo a la meta. Finalmente, ese tesón nunca doblegado tuvo sus frutos cuando, un par de años antes de morir, lo nombraron gerente de una sucursal, ahí mismo, en su barrio; conquista que brindó a nuestro ejemplar señor, su momento de gloria, antes de su eterna partida.
Catalina deambulaba todo el tiempo por las estancias de su pequeño reino, sin sentir la necesidad de mezclarse con la vecindad. Salía únicamente cuando los requerimientos sociales reclamaban su presencia en algún suceso desgraciado o de festividad religiosa. Jamás asistía a fiestas de cumpleaños o casamientos, por más madrina que a veces la querían nombrar. Por una cuestión de conducta congénita, pasaba días sin pisar la vereda de su casa. La limpieza de calle que hacía la criada la fiscalizaba desde el balcón. Pero, en medio de esa soledad que tampoco parecía conformarla, su carácter se fue agriando paulatinamente, y vivía quejándose de sus achaques, del tiempo, de los vecinos, de todo cuanto pudiera resultar motivo de su acerba crítica. Y esta llovizna de inconformidad con su destino salpicaba a sus hijos Alejandro y Hugo y a la vieja doméstica que la acompañaba en su vía crucis existencial. Todos en la casa, desde siempre, se acostumbraron a sus obsesiones de limpieza y orden. Ella ejercía su voluntad a discreción, y nadie osaba nunca contradecirla. Si alguien de la casa, algunas veces, intentaba destrabar los cerrojos de su imposición, rebelándose a los chillidos constantes, a las impertinentes apariciones o al rígido horario establecido, ella armaba un verdadero escándalo, para luego caer enferma, dejando en el ambiente un desagradable sentimiento de culpabilidad, que el responsable debía asumirlo públicamente. Entonces, la autoritaria señora se curaba y las aguas volvían a su cauce normal. Para la gente chismosa del vecindario, todas las personas del entorno que soportaban los caprichos de la arpía (así la llamaban), eran dignas de compasión. Se preguntaban, no precisamente respecto a los hijos, quienes al fin y al cabo nacieron ya bajo el yugo materno y deberían estar acostumbrados, sino respecto al marido y, más aún, a la vieja Matilde, de qué clase de miedo les nacía esa sumisión para soportar durante tanto tiempo tamaño desvarío. ¿Por qué nadie pudo mandarle al diablo, disponiendo de libertad para ello? Pero no, ni don Pedro ni Matilde intentaron hacerlo nunca. Él porque quizás se sentía menos agobiado al dedicarse de lleno al trabajo y, en cierta forma, porque las irritaciones de su mujer le entraban por un oído y le salían por el otro; y Matilde porque parecía un verdadero animalito domesticado. Con pasividad humanamente absurda, acumulaba sobre sus hombros años y años de ese trato que fluctuaba entre una tibia demostración de afecto y una candente lluvia de iracundia y ultraje. “Es una mártir”. “Es una bruta, la pobre, que no sabe distinguir una persona normal de una histérica”. “Está sola en el mundo y tiene terror de dejar las pequeñas comodidades que recibe en la casa de la arpía”. Eran algunas de las frases que se escuchaban en los corros de comadres. A Catalina, los comentarios de la gente la tenían sin cuidado. Para ella eran la gran chusma y nada más. Las maledicencias no influían sobre su comportamiento. Podían pasarse la vida hablando mal de ella, que no cambiaría nada el acontecer de su cotidianeidad. Ni siquiera aquella grosera infamia que corrió por el barrio, cuando la hicieron responsable del martirio atroz de su marido porque ella se negó rotundamente a permitir la aplicación de morfina, influyó en su ánimo. Convencida de que hacerle perder el estado de conciencia al enfermo era lo mismo que matarlo en vida, ni siquiera se dignó a escuchar la acusación de desalmada que le hacían. Estaba visto que sólo la muerte o la debilidad propia de la vejez, que derrumba las más fuertes voluntades, podrían acabar con ese tiránico reinado; pero sólo algún desgraciado accidente lograría llevarla a la tumba, ya que su salud era de hierro; y en cuanto a la senectud extrema, el robusto cuerpo no litigaba aún con su decadencia.
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