Calendo Griego
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« : Julio 16, 2009, 04:25:24 » |
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Capítulo 01
¡Arriba, arriba! —se dijo a sí misma Soledad, mientras se calzaba las zapatillas para levantarse de la cama. A su lado, el marido, cubierto hasta la cabeza con la manta, dormía aún profundamente. Encendió la luz del velador para ver la hora: eran las cuatro y media de la madrugada. Nadie en la casa se levantaba tan temprano, a no ser que algún suceso importante (un viaje, una enfermedad) obligara a la familia a cortar el sueño. Pero Soledad guardaba sobrados motivos que le impedían seguir durmiendo y quedarse un minuto más tendida. Esa noche se casaba su hija Isabel. La emoción acumulada en las últimas semanas casi no le permitió conciliar el sueño sino a intervalos. Toda esa larga noche de ansiedad estuvo dando vueltas y vueltas en la cama, despertándose con sobresaltos apenas dormía, muy preocupada ante el temor de que tamaño acontecimiento se le viniera descontroladamente encima. Incluso el roce del cuerpo de su marido y las piernas levantadas de éste sobre sus caderas le resultaron incómodos, malestar que nunca antes había sentido. “Mis preocupaciones son ridículas —se repetía como para espantar sus temores—. Todo saldrá bien. No existen razones para que así no sea.” Su responsabilidad era tremenda. De ella dependía el éxito de la fiesta, que todo terminara con la aprobación de sus invitados, que al otro día del suceso opinaran positivamente sobre el enlace matrimonial, y que quedara una buena imagen de la familia en la memoria de los allegados del novio y ante los mismos amigos y parientes. De ella también dependía la tranquilidad espiritual (el dominio de ese manojo de nervios) de su hija durante el incansable trajín que suponía la jornada. Soledad sabía que el esplendor de la belleza se sostiene en un cuerpo sano y relajado; y eso quería para su hija: que no se inmiscuyera en los preparativos de la boda, descansando lo necesario, para evitar preocupaciones que incidieran negativamente en dicho esplendor, y oscurecieran la presentación deslumbrante soñada para ella.
Siendo Isabel la hija mayor y la más bella entre las primas, se constituía ésta en una razón de inmodestia para Soledad. Como cualquier madre del mundo, la capacidad de procrear un ser tan admirado a los ojos de vecinos y amigos, la embargaba de sentimientos muy elevados, casi emparentados con la sublime embriaguez de una pequeña diosa. Además de la emoción que sentía por el significado del acontecimiento, le acometió también la lógica convicción de una madre satisfecha, ante el orgullo de ver exitosamente concluida su ardua tarea educativa.
En desmedro de lo que sus padres le habían brindado: buenos medios económicos pero exagerada flexibilidad en las obligaciones educativas, ella, con la tozudez que le nacía de su propia mediocridad como estudiante, exigió y logró que su hija no repitiese su historia y culminase sus estudios secundarios. Lo único que no pudo destruir nunca fue una cierta perversidad que afloraba siempre en el carácter de Isabel. La niña tenía ciertas inclinaciones sádicas. Le gustaba hacer sufrir a la gente; y más aún a los hombres que la pretendían. En el barrio se volvieron leyendas las retorcidas maniobras que hacía para dejar mal parados a algunos de los orgullosos jóvenes que osaron seducirla, asumiendo actitudes antojadizas que a otras mujeres del barrio impresionaban vivamente, queriendo emularlas. Todos, absolutamente todos, habían bajado la cerviz frente a ella. A pesar del machismo reinante en el país, nadie había logrado castigar ese engreimiento femenino. Soledad repetía, cuantas veces se le presentaba la oportunidad:
—iAh, esta niña!, nació con el mismo carácter del padre —sabiendo sólo ella a cuál de los padres se refería.
Aunque Isabel no se casaba con un profesional con título universitario, marido que siempre Soledad había anhelado para su hija (o al menos es lo que daba a entender, ya que, por otro lado, como adoradora del dinero que era, podríamos pensar que no le disgustaría, tampoco, un ignorante adinerado), lo hacía con un buen muchacho, joven brillante, que terminaba de pasar con altas calificaciones el cuarto año de la carrera de medicina; es decir, que en unos años más de empeño, a no ser que se viniera el mundo abajo, Alejandro Martínez, accedería al codiciado título de doctor en medicina. Soledad pensó, entonces, que sus veleidades de figuración social se veían reforzadas con nuevas esperanzas, y en el futuro se dedicaría a una vida atada a su hija, donde lo vulgar y lo mediocre, ¡por fin!, la dejarían de acosar. Gracias a su hija, abandonaría su vida despreciable que tanto odiaba, y a la cual la había arrojado el conformista e inútil de su marido.
Cuanto más pensaba, más se embargaba de dicha ante la idea hecha a sí misma sobre los novios. Veía a su hija bien educada, refinada en sus modales y en su manera de vestir, con todas las cualidades para convertirse en una esposa perfecta; y a su futuro yerno, bien parecido, de muy decente familia, a punto de culminar una carrera universitaria, toda una promesa como buen marido. ¿No haría feliz semejante perspectiva a una familia que se había debatido durante años en los barrios de la clase media-baja?
Se dirigió al cuarto de la criada, despertándola sin ninguna consideración.
—Levántate, hija —le dijo, mientras daba palmadas en lo alto, como para no dejar dudas de su decisión—; hoy es un día muy especial para todos nosotros. Tenemos mucha, muchísima tarea.
Dominga, que así se llamaba la criada, restregándose los ojos y demostrando su irritación por la interrupción del descanso, se levantó remolonamente, obligada a obedecer a su ama. No obstante, el malhumor desapareció casi en el acto, debido a que a ella también la idea del casamiento exaltaba, pues amaba a Isabel desde muy pequeña. Se consideraba a sí misma como la madre sustituta; y en algunos casos de pequeños conflictos familiares, se comportaba como si tuviera más derecho sobre Isabel que Soledad. La criada había sido recogida por los Miranda cuando quedó huérfana a la edad de cinco años, y un año después nacía Isabel. Debido a esto, la relación era casi como de hermanas (aunque una hermana mayor sin derechos, sin ningún tipo de privilegios, obligada a aceptar todas las injustas extravagancias de la pequeña), relación que terminó, gracias a la sumisión de Dominga, en un gran afecto que produjo el largo tiempo de convivencia.
Con ambas mujeres acicaladas y prestas, se iniciaban los preparativos del día tan esperado: la boda de Isabel Miranda Lefont con el joven Alejandro Martínez.
Soledad era joven aún y conservaba intacta su exótica y madura belleza. El tiempo, lejos de perjudicarla, fue realizando lentamente el artístico trabajo de moldear su exuberante cuerpo, hasta lograr un acabado casi perfecto. La sensualidad que dominaba todo su ser, que emanaba de cada poro, se traslucía a través de su forma de caminar elegante, de sus gestos seductores, aunque naturales, casi imperceptibles. Cuando se acomodaba el pelo o la ropa con las manos, mientras sonreía, casi siempre con un dejo de picardía, durante alguna distraída conversación, aun cuando fuese exclusivamente entre mujeres, esa cualidad suya, por la cual emanaba seguridad en sí misma, la convertía en una persona atractiva y envidiada, llamando la atención de las mujeres y provocando la admiración en los hombres. A sus treinta y nueve años, rebosante de salud y con la dicha de vivir que le brindaba el equilibrio de sus emociones, podría decirse que Sola (así la llamaban sus amigas, ex compañeras de colegio) era una mujer feliz, si es que la felicidad puede definirse como un estado del espíritu en que se siente una constante alegría, un cosquilleo intermitente, como consecuencia de la conciencia ante la propia vida privilegiada. Ella era una mujer vital, inquieta, diligente y capaz de dar vuelta la casa en un día de arreglo y limpieza; una mujer que cantaba en el baño y amaba las plantas (su casa era un verdadero jardín botánico en miniatura). Conocía los nombres de todas las plantas ornamentales, y le encantaba dictar clases a sus amigas sobre las características de crecimiento y adaptación de las mismas. En fin, era una mujer que vivía como en un eterno viaje, en un crucero, donde veía a las personas como compañeras vacacionales, que estaban ahí, exclusivamente, para pasarla bien, para disfrutar sin regateos del paso del tiempo.
Su marido, Reinaldo Miranda, un eterno empleado de una empresa exportadora de maderas, déspota en el gobierno familiar, enfermo de celos y autoridad, dejaba, sin embargo, debido al tiempo que estaba obligado a otorgar a su trabajo, ciertos resquicios de libertad, que eran muy bien aprovechados por Soledad, con mucha prudencia y no menos fogosidad. Evidentemente, esta bella señora no amaba a su marido (nunca lo amó), aunque sentía por él una profunda gratitud. Agradecía al destino haber recibido de él una vida cómoda (sin problemas económicos, y no como los tantos que conocía del barrio y de su misma familia), y por nada cambiaría las delicias que le brindaba su pequeño mundo. Su marido viajaba mucho, en cierta forma era tolerante, y costaba muy poco trabajo complacer, ya que sus exigencias domésticas y sus ansias de dominio familiar se limitaban a atacar las cosas irregulares que veía, sin injusticias, sin ahondar mucho sobre sus movimientos en investigaciones e interrogatorios; y sus necesidades sexuales eran tan débiles, que costaba muy poco sacrificio saciar. Nunca había tenido problemas graves con él. Problemas comunes a toda pareja, sí, generalmente aquellos que surgen mientras se van acomodando los caracteres de los cónyuges. Pero nunca esas peleas que llegan a la falta de respeto. Generalmente, él las evitaba, cedía, se callaba.
Reinaldo siempre se comportó como un marido responsable y sacrificado. Careciendo de fortuna, se le deben reconocer los méritos de una protección económica decorosa que siempre brindó a su familia. La casa comprada con préstamo bancario, gracias a su intachable conducta laboral y financiera; la convencional educación brindada a sus hijos, enviados a los mejores colegios privados de la ciudad; la satisfacción permanente de los caprichos vanidosos de su mujer, quien sin contemplación de ninguna laya, se ejercitaba en la gimnasia de los gastos en las tiendas y peluquerías (veleidades que Reinaldo mismo incentivaba, porque su ego se satisfacía en exaltar la causa de sus celos); todos estos esfuerzos que requerían tenacidad y convicción matrimonial, eran triunfos inobjetables logrados a lo largo de su vida.
La belleza de Soledad era, sin lugar a dudas, un regalo para los ojos de su marido. Verla todos los días en la intimidad, principalmente durante la rutina del baño, acto que siempre llevaba a cabo por las noches, antes de acostarse, constituía para él una de las delicias más caras de la vida matrimonial. Observar a su mujer a la salida del baño, desinhibidamente desnuda trajinando por el cuarto, hurgando en el ropero y en la cómoda, entregada al rito sensual de arreglarse y empaparse de perfumes, antes de dormir, dejando a la vista los redondos y aún firmes senos, las caderas voluptuosas, las nalgas pronunciadas y las bien torneadas piernas, creaba un inmenso y secreto orgullo varonil en Reinaldo. Y aunque estas tentaciones casi nunca desembocaban en actos sexuales, el hecho parecía no tener importancia, ya que el sentimiento de propiedad, de ser dueño de semejante belleza, le bastaban para sentirse satisfecho, más bien como espectador que como poseedor. Además, el rostro anguloso, los ojos verdes, la piel alabastrina, la imponente estatura (ella era más alta que su marido unos centímetros, hecho que creaba una evidente incomodidad en él, especialmente cuando salían a cenar en restaurantes, donde las miradas caían con fuerza sobre ellos), cualidades que se sumaban a su cuerpo escultural, hacían de Soledad una mujer que llamaba poderosamente la atención en cualquier parte, aun en aquellos lugares como los casinos y las grandes fiestas, donde es común ver a las mujeres más hermosas de una ciudad. Y de este hecho, Reinaldo era muy consciente, sabiendo que despertaba la envidia y la lascivia de no pocos hombres. En lo más profundo de sus pensamientos, se sentía afortunado (y hasta pensaba que sin merecerlo) de ser dueño de un preciado tesoro exclusivamente suyo.
¿Por qué, entonces, siendo Soledad tan bella y distinguida, se había casado con un hombre insignificante, oscuro y, además, pobre? La historia empezó cuando Soledad Lefont era muy joven, de apenas diecisiete años de edad. Luego de iniciado su debut social, asistía a cuantas fiestas se organizaba en la ciudad; y debido a su carácter caprichoso de hija única, iba abusando de las libertades que conquistaba gracias a sus constantes reclamos, berrinches y pataletas. En el círculo de sus amistades y conocidos, también se comportaba con absoluta imprevisión, sintiéndose la reina de la vida, como si el mundo girase solamente a su alrededor. Hasta que, un día, tropezó con un hombre que veía a las mujeres como víctimas para aumentar el número de sus conquistas sexuales. Soledad, ante la posibilidad de vivir un amor verdadero, cayó en las garras del insensible demonio, quien la desfloró sin ningún remordimiento, se sació en ella cuantas veces quiso; y para colmo de todos los males, la dejó embarazada. Aquel traspié sentimental fue un duro golpe para la familia. Aunque, luego de aplacar los sentimientos de venganza por temor al escándalo, todos buscaron desesperadamente una solución al problema. A instancias de una tía que vivía con ellos, consideraron la posibilidad del aborto, la cual fue descartada muy rápidamente, debido a los sentimientos profundamente religiosos que la madre de Soledad había inculcado en la familia. Entonces, alguien con muy buen criterio ofreció la brillante idea que solucionaría el problema: desposar a Soledad con su eterno pretendiente del barrio, Reinaldo Miranda, un apagado empleado, humilde, de aspecto y modales no muy felices, con la única virtud en su haber, de amar incondicionalmente a Soledad y estar dispuesto a cualquier sacrificio por ella. La desilusionada joven, aplastada por la magnitud de su falta y sobrepuesta al susto de la proposición, luego de varios días de crisis nerviosa, de tensos reclamos familiares que la hicieron consciente de su condición de descarriada, terminó por admitir que dicha solución era, prácticamente, la única que podría salvar el honor de la familia y devolver a su vida el sentido de la normalidad.
Reinaldo Miranda, conocido de infancia de los Lefont desde mucho antes de las manifestaciones de la pubertad, había rondado la casa y los lugares que frecuentaba Soledad, con la pretenciosa y mal disimulada idea de ganarse el favor sentimental de la bella vecina. A lo largo de todos esos años, tuvo un estoico comportamiento, soportando todo tipo de vejámenes y humillaciones, haciéndose el desentendido ante los desdenes de la mujer amada, e insistiendo eternamente con sus ridículas insinuaciones. A través de ese largo tormento de espera, el tozudo pretendiente fue testigo de los cambios que el tiempo iba operando en su inalcanzable Soledad. Conoció a cada uno de los cortejantes; y así como sufría con cada relación sentimental que ella iniciaba, gozaba cuando éstas se rompían (a veces lograba introducirse en las maquinaciones que llevaban a terminar tal o cual amorío). Y para ir conquistando el entorno familiar de su amada, hacía todo tipo de favores en la casa: de plomero, de electricista, de jardinero y hasta de mandadero, estrategia que, por supuesto, le estaba rindiendo sus frutos. En medio de todas las tempestades de la corriente existencial, Reinaldo Miranda, como un heroico marino, siguió navegando con el único objetivo de su vida: anclar en el puerto que su corazón clamaba. Casarse con la mujer que adoraba era su razón de ser, el norte de su vida. Que el azar del destino lo haya favorecido o no, carecía de importancia. El cómo y el porqué de aquel triunfo repentino no despertaban su curiosidad, ni siquiera llamaban su atención; al contrario, tanta era su sorpresa ante el sueño inalcanzable hecho realidad, que se negaba a sí mismo cualquier análisis. Pensaba, incluso, que cualquier soplo indebido podría desvanecer la mágica atmósfera que por fin lo envolvía, y le aterraba la idea de que la gran posibilidad del matrimonio fuese tan sólo una broma o, en todo caso, una locura pasajera de la familia Lefont. Así pues, la única brújula que conocía era la que señalaba el cotidiano vivir con la mujer que lo trastornaba. Compartir los momentos de intimidad y rutina, crear una familia como la sociedad manda y mostrarse orgulloso ante su círculo y ante el barrio como esposo de tan esplendorosa mujer, era un sueño que los avatares de la vida estaban por convertir en realidad.
Casi siempre resulta inexplicable para la mente cómo la suerte o la fatalidad, súbitamente, tuercen los destinos humanos; y lo difícil se vuelve fácil y viceversa. Existen personas que se sacrifican toda la vida por una meta, y mueren sin alcanzarla; otras, sin embargo, a veces sin proponérselo, logran grandes privilegios en la vida. Así, también, personas que emprenden el camino del sacrificio, de la lucha, pueden lograr sus propósitos, no como resultado de esa lucha, sino por causas fortuitas y ajenas; y otras, de llevar una vida que pareciera encaminada a la conquista de los objetivos, puede caer víctima de inesperada desgracia. Conozco el caso de un comerciante que, luego de trabajar toda su vida como un burro, se hizo de un considerable patrimonio que le posibilitó la apertura de un local comercial a todo lujo y que, poco tiempo después de la inauguración, fue devastado por un trágico incendio que mató a cuatrocientas personas. El pobre hombre fue a dar con sus huesos a la cárcel, amén de perder instantáneamente su fortuna. Evidentemente, sólo los dioses saben darnos las respuestas que impidan matarnos los unos a los otros o enloquecer ante la incongruencia y la impasibilidad con que se determinan los destinos humanos.
De esta manera, cuando el "accidente" de Soledad, finalmente, se tornó conciencia familiar, y todos los miembros, luego del análisis exhaustivo de la situación, comprendieron la gravedad y la urgencia de la restauración del honor mancillado, aceptaron sin remilgos la solución que maduró en la mente colectiva: el casamiento de Soledad con el oscuro y poco agraciado vecino, Reinaldo Miranda. Y sin que lo supiese nunca, el insignificante empleado asumió la paternidad de la niña Isabel. La prematura fecha de nacimiento tampoco hizo dudar al padre sustituto, pues lo atribuyó a causas estrictamente naturales (siempre creyó que su querida hija Isabel era sietemesina). Para ello, los padres de Soledad, en contubernio con la vieja partera del barrio, se encargaron de organizar el parto casero, negándose rotundamente a las proposiciones de Reinaldo de acceder a la asistencia sanatorial, posibilidad que le brindaba su seguro social. La madre de Soledad, defendiendo la costumbre antigua de los nacimientos, había dicho:
—En el hospital público, ino! Estamos más seguros en la casa. Todos sabemos el pésimo servicio que prestan esos corruptos. Yo no permitiré que mi hija sufra los maltratos de las enfermeras prepotentes e ignorantes, ni la humillación de las antesalas. Y además, corremos el riesgo de pescar alguna infección hospitalar en ese chiquero.
Un sanatorio privado era muy costoso, casi inaccesible para ellos en aquellos tiempos.
Resuelto así, inteligentemente, el embarazo, los familiares respiraron aliviados cuando el problema fue completamente superado con la ceremonia del matrimonio, religioso y civil; y enterrando en profundos fosos de sus memorias aquel desagradable suceso, devolvieron a Soledad la posibilidad de reiniciar su vida, sin que su reputación se viera afectada en lo más mínimo. La experiencia ganada con aquel susto convirtió a la niña embarazada en la más prudente de las mujeres. [/font]
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